Manuel Acuña tenía 24 años cuando eligió como cómplice al cianuro de potasio en su camino hacia la muerte. Percibíase el olor de almendras tostadas al cruzar la estancia estudiantil que alguna vez había albergado la vida del joven Manuel. Un poeta atormentado que pasaría a la historia por aquel 6 de diciembre en que decidió que la vida no era un tema que le interesara más. Sino tan solo una parte en el círculo de la existencia de la que no tenía intención de exprimir más poesía.

Poeta y dramaturgo que se abrazó a la muerte, y ocupó un lugar en la historia como un joven suicida, enamorado y maldito.
Con los labios hablamos de la tierra
Poco menos de medio siglo atrás, nacía Manuel en la cálida Saltillo, arropado entre los brazos de sus padres, un 27 de agosto de 1849.
Se habla nada o muy poco sobre el joven Acuña que más que poeta era hijo, hermano, estudiante; amante de su familia tanto como de su patria.
Los registros nos permiten acercarnos a su versión poeta, conocerlo a través de sus rimas serias y precisas; explorar su mundo por medio de un lenguaje que, aunque admirable y elocuente, continúa logrando disfrazar el miedo e incertidumbre que acompañaban al joven – muy joven – Manuel Acuña.
“Pues que en tu cielo aún brilla la luz de la esperanza,
pues que en tu mundo aún vierte la fe su resplandor,
poeta, duerme y sueña mientras que tu alma avanza
por esa blanca huella que te abre en lontananza
la encarnación bendita del ángel de tu amor.”
– Fragmento de su poema ‘Epitalamio’
Manuel se alejó de su familia a los 18 años para estudiar medicina en la capital del país. Besó a su madre en la frente y abrazó a su padre y hermanos; tomó la maleta y se encaminó determinado a una aventura que le permitiera enorgullecerlos.
Será, tal vez, que el joven Acuña sospechaba que aquella sería la última vez que vería su pueblo, su casa, sus queridos. Porque nació desde entonces y hasta el fin de sus días, una tristeza que lo vistió siempre con nostalgia.
Encontraba tiempo suficiente para sobresalir como médico aprendiz y adentrarse al mundo de las letras. Desde sus diecinueve años comenzó a publicar su poesía, y entró de a poco al refinado mundo literario.
Realizaba publicaciones en diferentes diarios de la capital, y comenzó a asistir a importantes eventos en que participaban los más reconocidos poetas mexicanos de la época. Acuña también se aventuró a escribir una puesta en escena que tuvo más éxito del que él mismo se atrevía a reconocer.
Dejó pruebas innumerables del talento que poseía, y el pasar de los años impidió que fueran recordadas tan vívidamente como su Nocturno, aquél de Rosario.
Con los ojos del cielo y de nosotros
Las cartas que el poeta enviaba a sus familiares en Saltillo, son una travesía hacia su parte más vulnerable. Detrás del señor Manuel Acuña, estudiante de Medicina y reconocido poeta mexicano, se encontraba el pequeño Manuel, desesperado por un abrazo y beso paternal.
“Querido Papacito: […] Respecto a la beca les diré a ustedes que nada he podido conseguir hasta ahora […] Sin embargo, si no la consigo, pueden ustedes disponer de mí como mejor les parezca, porque, aunque es verdad que tengo positivos deseos de estudiar, no quiero hacerlo, como se los he manifestado, con la ruina de mi familia, que es lo más querido que tengo sobre la tierra.
Yo quisiera que ustedes pudieran sondear mi corazón para que comprendieran cuán grande es el amor que les profeso. Adiós, papacito, dele usted un abrazo a Mamacita, y reciba el corazón de su indigno hijo que lo ama. Adiós.
M. Acuña.” 1867
“Panchito: Las últimas palabras que papá me dijo, fueron éstas: Valor y esperanza. Panchito: Valor y esperanza. Trabaja, que yo trabajaré también. Sufre, que yo sufriré contigo. Nuestro padre nos lo agradecerá. Adiós y escríbele a
Tu hermano.”
“Adiós, Mamacita: escríbame usted luego y con su cariño hágame usted olvidar, aunque sea en parte, la desgracia inmensa que nos ha hecho llorar tanto. Adiós madre; madrecita mía; cuándo volveré a verle…
Manuel.”
[Fragmento de cartas escritas a su madre y hermano, luego de la muerte de su padre, en mayo de 1870.]
¿Por qué me miras y tiemblas?, después de Manuel Acuña
Manuel, en efecto, fue un poeta suicida y atormentado. Y fue también un hijo solitario, un hermano olvidado, un joven enamorado de un amor inalcanzable.
Su muerte es recordada por la huella que dejó su vida, y ambas están intrínsecamente relacionadas con su poesía tanto como con sus cartas, que reflejan la persona que era más allá de la poesía misma.
Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable.
Manuel Acuña, Diciembre 6, 1873
Sabiendo “que ni es la nada el punto en que nacemos, ni el punto en que morimos es la nada”, no me da miedo afirmar que Manuel pudo haber muerto en el frío invierno del 73, pero permanece hoy, después de tanto, entre las sombras.






Me quedé con ganas de saber más de la vida inmensamente triste de este espíritu atormentado.
Ojalá haya segunda parte.
La habrá… ¡muchas gracias, Angélica!